Una historia que no debería repetirse
Hay historias que no salen en los titulares, pero que duelen más que cualquier resultado. No se miden en goles ni en estadísticas. No se discuten en tertulias. Son las que se viven en casa, en el silencio de una habitación donde un niño se sienta con lágrimas en los ojos y le pregunta a su padre por qué dicen que es un ladrón. Así lo ha contado Ricardo de Burgos Bengoetxea, árbitro de la final de la Copa del Rey, y padre, antes que nada.
Un niño que sigue mirando con amor
Su hijo le sigue mirando con amor. No ha dejado de quererlo, ni lo hará. Porque para ese niño, su padre sigue siendo su referente, su guía. Pero no entiende por qué el mundo le lanza piedras por hacer su trabajo, por qué sus compañeros, adoctrinados en sus casas, en los campos, en la sociedad, dañan sus sentimientos sin motivo. Y ese desconcierto, esa tristeza, es lo que desgarra al padre. Porque el dolor de su hijo es más fuerte que cualquier crítica que le hayan hecho en toda su carrera.
Y esto es extensible a jugadores de fútbol, a deportistas de cualquier disciplina, o a personas de otras profesiones. El sufrimiento es el mismo, aunque la visibilidad no lo sea.
¿Qué estamos haciendo?
Ante las redes sociales, que promueven la dopamina instantánea, con opiniones constantes detrás de perfiles falsos, crece un descontrol sin respeto. Nos regocijamos ante el dolor ajeno. Se perpetúa el maltrato a la infancia, disfrazado en un primer mundo del siglo XXI que pierde valores y compra seguidores. Tristeza de los tiempos que corren, que pretenden destruir la felicidad del otro.
El árbitro al que insultas tiene familia y está trabajando. Convertido siempre en el enemigo de uno de los bandos, no tiene descanso. Siempre es culpable. Nadie piensa en las personas que, después del partido, salen del trabajo a ver a su familia como cualquier otro.
El futbolista al que se aplaude y luego se olvida. Al que se presiona, se insulta o se lanza objetos. El que sufre depresión o se retira solo. El que sufre un infarto por el esfuerzo, o decide quitarse la vida. Todos ellos están trabajando. Y todos ellos tienen familia.
No es un caso aislado: es un síntoma social
Porque este no es solo un problema de un árbitro. Es el reflejo de una sociedad que ha normalizado el insulto, el desprecio, el juicio sin medida. ¿Cuántos niños más tienen que oír en el patio del colegio que su padre o su madre no vale, que es un ladrón, un vendido, un inútil? ¿Cuántos padres y madres deben tragarse las lágrimas para no preocupar a sus hijos?
Tenemos que ser el escudo de los más pequeños, no la fuente de su tristeza. No podemos permitir que la inocencia de un niño se vea empañada por la crueldad de quienes olvidan que hay personas detrás de cada camiseta, de cada silbato, de cada jugada.
Lo que se aprende en la grada… se repite en casa
Y es que esto empieza muy pronto. En los campos de fútbol infantil, donde algunos padres insultan al árbitro delante de sus propios hijos. Donde se agrede al entrenador si no pone a jugar al niño. Donde se confunde el amor al deporte con la violencia emocional. Desde ahí estamos educando. O deseducando.
Aún estamos a tiempo
Necesitamos parar. Respirar. Pensar.
Ese niño no debería haber tenido que escuchar nada semejante. Y ese padre jamás debería haber sentido que su hijo sufre por culpa de lo que otros proyectan en él. Lo esencial se nos está escapando entre los dedos.
Su padre es primero, un valiente, porque no cualquiera arbitra un partido así. Su padre es un currante, porque ha trabajado duro para llegar a donde está. Su padre, es un profesional, porque ha salido al campo a hacer lo que mejor sabe hacer con la mayor profesionalidad de la que dispone.
¿De verdad queremos que de nosotros quede la imagen de haber hecho que un niño mire con pena al hombre que más quiere? ¿Que un padre se pregunte si su hijo lo verá con los mismos ojos después de todo?
Es profundamente triste. Y sí, duele. Pero también es una llamada. A mirar más allá del ruido. A recuperar lo humano. A decidir qué clase de sociedad queremos ser.
Porque mientras ese niño sigue abrazando a su padre, con los ojos llenos de confusión pero también de amor, aún estamos a tiempo de cambiar las cosas.
Estoy cansada de que no se piense en los niños, en las familias, en los sentimientos. Cansada de que no se midan las consecuencias de lo que hacemos. Ricardo, estoy contigo y con tu hijo. Estoy absolutamente orgullosa de tus palabras. Y lo siento. Siento de verdad que hayas pasado por esto.
Dile a tu hijo, aunque se nos oiga menos, que tiene un padre estupendo.
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